Héctor Fuenmayor. Citrus 6906. 1973/2014. Wall paint y vinyl, dimensiones variables. Donación de Patricia Phelps de Cisneros a través del Latin American and Caribbean Fund en honor de Lord y Lady Foster

Cuando se expuso por primera vez en la Sala Mendoza de Caracas en el año 1973, Citrus 6906, del artista venezolano Héctor Fuenmayor, provocó un escándalo: era una obra que podía ser realizada por cualquier, simplemente pintando las paredes de la sala usando pintura amarilla industrial. Con esta pieza, Fuenmayor desafiaba tanto el concepto de obra de arte única como el de genio artístico. Realizada casi una década antes de que el artista comenzara a dedicarse al estudio y la práctica del budismo zen[1], Citrus 6906 invita al espectador a sumergirse en un espacio de contemplación, generando una multiplicidad de significados a partir de esa experiencia.

En esta entrevista, conversamos con Fuenmayor sobre los orígenes de Citrus 6906—originalmente, llamada Amarillo Sol K7YV68; sobre el inicio de sus intereses espirituales; y, finalmente, sobre lo que el artista define como una “obra conceptual como un modelo de acción no-conceptual”.

Este diálogo forma parte de Thinking Abstraction [Pensando la abstracción], una serie de entrevistas a artistas latinoamericanos cuyas obras plantean interrogantes en torno a la transición entre la abstracción y el surgimiento del arte conceptual en las décadas del sesenta y setenta.

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Madeline Murphy Turner: Héctor, para comenzar, me gustaría pedirte si pudieras hablarme sobre cómo concebiste Citrus 6906.

Héctor Fuenmayor: A finales de los 60 y comienzos de los 70 estuve involucrado en la producción de monotipos serigráficos con marcada influencia del expresionismo abstracto.

De forma natural y paulatinamente, los planos de color escurridos sobre el soporte, a lo sumo cuatro, fueron objeto de un proceso reductivo que derivó en la monocromía. Pasé de estas hojas de papel de unos 70 × 50 centímetros a telas de unos 2,00 × 1,50 metros sobre las que pinté franjas verticales monocromáticas con márgenes blancos a los lados, identificando el color arriba y a la derecha con el número con el que era codificado.

Para ese entonces, Eugenio Espinoza pasaba una temporada en mi taller. A través suyo conocí a Lourdes Blanco, a la fecha directora de la Sala Mendoza. Ella visitó a Eugenio varias veces en mi taller para coordinar una exposición individual que él tendría en dicha sala y de esa forma se familiarizó con lo que yo estaba haciendo.

Un período de tiempo que hoy recuerdo breve antes de la apertura, Eugenio me preguntó si tendría interés de compartir la muestra ocupando la mitad de la sala con mis pinturas. Accedí, pero poco después me dijo que él no participaría en la exposición y que debía hacerla yo solo. En vista de que no tenía tiempo para realizar la cantidad necesaria de telas, ni interés en repetir excesivamente el gesto para cumplir con el compromiso de una exhibición individual, acepté el desafío con cierto sobresalto.

Fue así como surgió la idea de reproducir la pintura a escala mural, cubriendo la totalidad de las paredes de la sala y pegando la identificación industrial del color en una pequeña leyenda en el centro de cada pared, último gesto este que definiría el fundamento conceptual del mural.

Desde la izquierda: Dos fotografías tomadas durante la instalación de Amarillo Sol K7YV68, Sala Mendoza, Caracas, 1973; Una fotografía de la inauguración de Amarillo Sol K7YV68 en la Sala Mendoza, Caracas, 1973. Cortesía del artista

Desde la izquierda: Dos fotografías tomadas durante la instalación de Amarillo Sol K7YV68, Sala Mendoza, Caracas, 1973; Una fotografía de la inauguración de Amarillo Sol K7YV68 en la Sala Mendoza, Caracas, 1973. Cortesía del artista

¿Cómo fue recibida una exposición que presentaba básicamente un espacio enteramente pintado de amarillo con la inscripción del color de pintura utilizado?

La exhibición se convirtió en un escándalo tras bastidores. Las damas que co-dirigían los eventos de La Sala Mendoza estaban incómodas con el sospechoso, por ser incomprensible, perfil que la institución venía representando bajo la dirección de Lourdes Blanco. Exhibir artistas como Espinoza, Claudio Perna y Roberto Obregón entre otros, y la instalación mural que pintó las paredes de amarillo rebasó su medida de lo comprensible. El mural entonces llamado Amarillo Sol K7YV68 selló el despido de Lourdes Blanco, valiente pionera de las curadurías de vanguardia en Venezuela, de la dirección de la Sala Mendoza.

Como comentas, originalmente llamaste esta obra Amarillo Sol K7YV68 por el nombre de la pintura comercial que usaste. Pero luego, cuando Sherwin Williams le cambió el nombre al tinte amarillo, cambiaste su título. ¿Podrías comentar cuál fue el papel de los materiales industriales y la cuestión del consumo en esta obra?

Si bien al momento de su concepción, el universo de discurso de la obra no estaba claro, con el tiempo, el elemento de identificación serial de la pintura se destacó de manera singular. Es por ello que cuando se reeditó el mural cuarenta años más tarde, el uso del nuevo nombre que tenía el color en el catálogo de Sherwin Williams fue indispensable como sustituto del anterior.

La decisión de escoger el amarillo de una pintura industrial con un logo rudimentario de una lata de pintura cubriendo el globo terráqueo no fue una decisión tomada conscientemente. Al momento de comenzar a cobrar forma una obra de arte, es poco lo que puede percibirse con claridad. El proceso se ha ido urdiendo al fondo y basta tener confianza para permitir que vaya estructurándose. Lo que en la superficie pudiera asociarse en esta obra con los mecanismos de producción y consumo de aquellos días, no era en el fondo sino una estrategia de orden espiritual. Es una recurrencia transhistórica esto de lo espiritual, satura el relato humano y aún en tiempos de la posmodernidad/banalización de todo, creadores radicales como Joseph Beuys continuaban siendo eco de esa fuerza de la psique humana en tanto que su discurso descansa parcialmente en la ideas de Rudolf Steiner.

Así es como en la constelación de ideas de esa obra, el elemento de identificación numérica de fábrica, Amarillo Sol KYV68, devino en esa concepción distintiva en el tratamiento de la monocromía en el contexto histórico de la tradición abstracta/concreta de la pintura moderna/tardía y sus desenlaces, al convertirla en un modelo inmanente de totalidad. Fue el combustible impulsor para su desprendimiento de ese dominio estético al sustituir al objeto por el espacio, una operación que si bien es fundamentalmente conceptual, ubicó al mural en uno que no lo es.

Tampoco hubo intención de vincular esta instalación mural a ningún contexto específicamente venezolano. Si hubo un vínculo fue de orden subconsciente y por oposición al formalismo reinante en la Venezuela de entonces, aquel del cinetismo y abstraccionismo. Nos tocó a nosotros, como a ellos, heredar el hábito moderno/apocalíptico de las demoliciones para barrer con su complacencia como iconotipos del estado democrático y modelo de nación. No fue programática la oposición, estaba en el aire, y la personificaron todos los que optaron por desarrollar estéticas fundadas en las aperturas sembradas por el conceptualismo.

Héctor Fuenmayor. Citrus 6906. 1973/2014

Héctor Fuenmayor. Citrus 6906. 1973/2014

¿Podrías hablar de tu formación artística y del contexto artístico cuando trabajabas en Citrus 6906?

Estudié en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, pero a mitad del segundo año estaba tan aburrido de pintar naturalezas muertas que me retiré de la escuela y me puse a trabajar por mi cuenta y estudiar inglés. De esa forma tuve acceso a una vasta literatura filosófica y espiritual en la librería del Señor Hochte, un emigrado judío de la hecatombe europea.

Una muy nutrida selección de literatura de arte contemporáneo recurrentemente puesta al día por la Sala Mendoza fue otro asidero intelectual aquellos días. Previamente había iniciado la expansión de vistas mediante la amistad con Glenn Sujo y la cercanía que esa amistad produjo con Clara Sujo, su madre, y su biblioteca.

Pero paralelamente se desarrolló una suerte de academia in promptu en la casa de Claudio Perna. Allí nos reuníamos Eugenio Espinoza, Roberto Obregón, Antonieta Sosa, Alfred Wenemoser, Yeni y Nan, Sigfredo Chacón, Diego Barboza, Luis Villamizar, Margarita D’Amico, Pedro Terán, Alfredo del Mónaco, y artistas de talla internacional de paso por Venezuela como [Antoni] Muntadas, Charlotte Moorman, Roman Polanski y otros.

Venezuela, con marcado énfasis en Caracas, era un nutrido campo de acción de la modernidad en Sudamérica, con el emblema del cinetismo como el aporte fundamental de escala internacional que el país brindaba en figuras fundamentales como Jesús Rafael Soto, Gego, Alejandro Otero y Carlos Cruz Diez.

A ello se sumaban los museos, concebidos por arquitectos como Carlos Raúl Villanueva y la Universidad Central de Venezuela; museógrafos como Miguel Arroyo y Sofía Ímber; de galeristas de la talla de Clara Sujo y Raquel Conkright; de influyentes y multidisciplinarios artistas como Gerd Leufert; y pensadores como Roberto Guevara, por nombrar unos pocos.

El fondo de la empresa estética que desarrolló el modernismo tropical venezolano, que aspiraba quizá cerrar el ciclo de la pintura toda en sus aspiraciones utópicas, fue modificado y prolongado por un proceso que, partiendo de allí, llevó la pintura a un estadio más allá del Neoplasticismo en la magnífica estética de Ad Reinhardt. Esa estética fue profundamente conceptual, y a su vez arrebatadamente plástica y evanescente de la materia pictórica. Por su incisivo proceso de reflexión capturó la atención de un destacado operador de la siguiente generación, Joseph Kosuth, quien, imbuido de fascinación por aquel proceso, dio el salto a la radicalización más allá de la pintura y hacia los medios supeditados a las ideas introduciendo herramientas de la artesanía filosófica en el arte.

En ese contexto, el cinetismo me resultaba ajeno, su fascinación sensorial (hablando a grandes rasgos) resultaba liviana ante el arrebato filosófico y espiritual del que ellos se habían nutrido en [Piet] Mondrian y el Neoplasticismo y sus posteriores desarrollos como la tormenta opositora Duchampiana que devino en el arte conceptual, captaron por igual mi atención.

De [Marcel] Duchamp a John Cage había sólo un paso y una afinidad. Sus diálogos con el fundador de la Zen Studies Society, Daisetsu Teitaro Suzuki, institución que heredaría la comunidad Zen de NY a la que me asocié unos siete años más tarde para asumir la travesía monacal, fue un paso definitivo para adentrarme en la urdimbre que Oriente tejía con Occidente.

Hector Fuenmayor en Citrus 6906, expuesta en La invención concreta, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2013

Hector Fuenmayor en Citrus 6906, expuesta en La invención concreta, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2013

En la muestra La invención concreta, en el Museo Reina Sofía, en el 2013, Citrus 6906 funcionó a modo de coda del desarrollo de la abstracción geométrica en América Latina. ¿Considerarías Citrus 6906 como una obra de arte conceptual, un monocromo, un readymade?

En el caso personal, el énfasis en el predominio de la idea y los discursos asignados al conceptualismo es ajeno a lo que hago sobre los procesos meditativos, en los que el pensamiento es el asiento del aferramiento a la noción del yo como una entidad estable. El conceptualismo ha servido de piso a mi trabajo pero no integrado del todo en sus ortodoxias. En esta línea discursiva, los epigramas que glosan a Citrus 6906 declaran al pensamiento como la última frontera de la objetualidad. Pensar, meditar, contemplar, implica un sujeto en ejercicio de sus facultades intelectivas. El conceptualismo empujó al objeto a su último resquicio, el pensamiento, pero continuó aferrado a él, de manera sutil pero definitiva. Ningún artista desde la ruptura modernista hasta su licuefacción presente ha logrado operar libre de ese aferramiento en Occidente.

El objeto de la meditación es la destrucción de la meditación misma, y ese dominio ontológico en ex-stasis—mientras se está parado fuera de sí—es la paradoja a la que Citrus 6906 apunta como modelo no-conceptualista de acción.

Citrus 6906 es el silver lining entre la forma y el vacío, y a falta de haber, quien suscribe estas líneas, sido testigo del colapso de la sustancialidad de esa entidad, el yo, Citrus 6906 se postula como un imperativo estético, hacer el arte desde el colapso de esa obstinada fantasía. ¿Qué es entonces Citrus 6906 en el universo estético de la contemporaneidad? Una obra de arte conceptual que postula un modelo de acción no-conceptual.

¿Cuáles son las relaciones y conexiones entre la tradición de la abstracción y el surgimiento de las prácticas conceptuales en tu país?

La relación entre la abstracción y el conceptualismo en la Venezuela de la década de los tempranos setenta era inexistente. Ella se gestó como ruptura de esa tradición sensu stricto, en el salto que de allí dieron tres artistas. Antonieta Sosa con sus estructuras geométricas tornadas en esculturas en forma de sillas, una de las cuales fue sometida a una incineración pública en el contexto de arte y política. Eugenio Espinoza en sus satirizaciones de la geometría cinética, que luego invadieron el espacio instalativo con su Impenetrable. Y su entrevistado, en un proceso reductivo del expresionismo abstracto del que saltó al dominio de la instalación, tornando el espacio en objeto de arte, ubicándolo en un dominio no-conceptual con la instalación hoy denominada Citrus 6906.

De manera tal que el caso de la relación entre el arte abstracto y el conceptualismo en Venezuela fue más bien el de la discontinuidad, la del salto fuera del dominio estético insignia del estamento político/cultural reinante.

[1] Más tarde, Fuenmayor se introdujo en el tantra hindú y finalmente en el Budismo del Diamante de transmisión tibetana.