Excentricidad: Una entrevista a César Paternosto
El artista argentino habla sobre las implicaciones estéticas y políticas de “vaciar la superficie frontal” de un cuadro.
Madeline Murphy Turner, César Paternosto
Apr 26, 2021
The Hidden Order (El orden oculto) (1972) es un cuadro que obliga al espectador a revisar su punto de vista, tanto física como psicológicamente. El artista argentino César Paternosto dejó la superficie frontal en blanco y aplicó color únicamente a los bordes exteriores de la tela con la intención de promover lo que ha denominado una “visión lateral u oblicua”.
Recientemente conversé con Paternosto sobre el origen de su modo de entender la pintura y sobre su experiencia de formación en el Nueva York de los años setenta, cuando presenció el surgimiento del arte conceptual basado en el lenguaje.
Este diálogo forma parte de Thinking Abstraction [Pensando la abstracción], una serie de entrevistas a artistas latinoamericanos cuyas obras plantean interrogantes entorno a la transición entre la abstracción y el surgimiento del arte conceptual en las décadas del sesenta y setenta.
Esta entrevista ha sido traducida de ingles a español por Carmen M. Cáceres.
This interview is also available in English.
César Paternosto. The Hidden Order. 1972
Madeline Murphy Turner: César, me gustaría saber cómo contextualizarías la pieza The Hidden Order (1972) dentro de la serie más amplia de monocromos con laterales pintados en la que empezaste a trabajar en 1969.
César Paternosto: En primer lugar, debo decir que, en mi opinión, la “monocromía” fue el resultado de vaciar la superficie frontal del cuadro (en la que, me parece, se había desarrollado toda la pintura occidental...), invitando a que el espectador lo leyera en movimiento (como una escultura): mirando primero un lado, después el frente vacío y por último el otro lado. Era una aproximación nada convencional a la pintura, en realidad a la pintura de caballete —ese artefacto cultural exclusivo de Occidente que había dado origen a la forma predominante de las “bellas artes”. Por lo visto, esa aproximación resultó tan ofensiva que algunas obras sufrieron actos de vandalismo en más de una ocasión. Pero soy consciente de que hoy —cincuenta años más tarde y en medio de una apabullante avalancha de “arte”— ha perdido el impacto que tenía entonces.
En cualquier caso, creo que The Hidden Order fue la obra culmen de ese planteamiento, por muchos motivos. En 1971 empecé a estudiar más de cerca la obra de [Piet] Mondrian a partir de la exposición que organizó el Guggenheim con motivo de su centenario. Entonces me di cuenta de que mis frentes blancos, más allá de su aparente vacío, en realidad eran espacios de cohesión entre los elementos pictóricos de los bordes laterales. Eran el nexo que consolidaba la unidad, igual que los espacios blancos en Mondrian. Cuando uno se encuentra en un territorio inexplorado, tarda un poco en entender lo que quiere.
Has descrito este conjunto como obras que instauran una visión “lateral” u “oblicua” de la pintura. En este sentido, juegan con la visión periférica del espectador. En las últimas décadas, algunos académicos especialistas en arte latinoamericano han criticado la narrativa neocolonialista que habla de América Latina como una “periferia” en la historia del arte. ¿Ves alguna relación entre The Hidden Order y este debate?
Para ser sincero, en el momento en que pinté The Hidden Order estas cuestiones del centro y la periferia no estaban directamente involucradas para mí en el acto de pintar. Estaba más preocupado por las repercusiones “formales” o “estéticas” que esperaba que tuviera la obra. Y hablando de repercusiones, déjame que te cuente una breve historia que viene al caso, la historia de un artista de la periferia sudamericana en el centro del mundo del arte: Nueva York.
Ciudad en la que viviste durante treinta y siete años, desde 1967 hasta 2004...
Exacto. En enero de 1970 presenté mis cuadros “laterales” en una exposición en la galería AM Sachs en la calle 57, con el título The Oblique Vision (La visión oblicua). Un día en que me encontraba por casualidad en la galería conversando con el dueño, Abe Sachs, vi que se había acercado a ver la muestra Emily Wasserman, crítica de Artforum. No se quedó ni diez segundos. Dos meses más tarde, Artforum publicó una reseña de Wasserman sobre la exposición de Jo Baer en Noah Goldowsky, una galería del Upper East Side. La reseña tenía una foto por la que me enteré de las pinturas “envolventes” de Baer (hasta ese momento sólo conocía su obra anterior, la de la banda negra y la adyacente delgada línea de color que recorrían el perímetro de la superficie frontal de la tela). Sin embargo, la reseña no mencionaba en absoluto mi exposición, ni siquiera en una nota al pie. Ya había tenido indicios: en aquella época, nadie esperaba que se reconociera la obra de un artista sudamericano que se atrevía a ponerse al mismo nivel que un artista norteamericano de vanguardia. Los artistas que no eran estadounidenses suponían una intromisión indeseada en la hermética historia del arte, actitud en gran parte instaurada por las políticas editoriales de Artforum durante los años sesenta y setenta. Al punto que, mucho más tarde, entre 2006 y 2008, cuando se preparó la muestra High Times, Hard Times: New York Painting, 1967–1975, curada por Katy Siegel con el asesoramiento de David Reed, mi nombre sólo salió a colación gracias al artista argentino Fabián Marcaccio: efectivamente, yo era un desaparecido en esa historia. Tuvo que pasar todo ese tiempo para alcanzar un mínimo reconocimiento.
Pero volviendo a los años setenta, Carter Ratcliff hizo una reseña de mi exposición Oblique Vision en su columna “New York Letter”, en el número de marzo de 1970 de la revista Art International, y aunque la relacionaba con su reseña de la exhibición de Baer en Noah Goldowsky, se ensañaba con mi exposición calificándola de “excéntrica”, “sosa” e “infructuosa” en mi (supuesta) “transición de la pintura a la escultura”; era incapaz de darse cuenta de que estaba delante de cuadros. Sin embargo, el término “excéntrico”—fue la primera vez que vi mi obra asociada a ese adjetivo—resultó premonitorio. Porque esa visión oblicua o lateral (tal vez también se podría decir periférica) hoy se considera el comienzo de mi excentricidad, es decir, de mi distanciamiento del centro físico: de la superficie frontal de toda la pintura occidental, con sus inevitables connotaciones hegemónicas. Un distanciamiento que más tarde se materializó en mi recuperación y reivindicación de las olvidadas (o periféricas) artes de la América antigua.
Fotografía de César Paternosto en la inauguración de The Oblique Vision en AM Sachs Gallery, enero 1970
Tu interés por el arte precolombino, que te llevó a escribir el libro The Stone and the Thread: Andean Roots of Abstract Art (La piedra y el hilo: raíces andinas de arte abstracto) y a realizar la exposición The Amerindian Paradigm (El paradigma amerindio), se manifestó por primera vez en 1961 cuando visitaste la colección del Museo de Ciencias Naturales de tu ciudad natal, La Plata. Esta búsqueda se volvió a activar más tarde, en 1977, cuando viajaste al norte de Argentina, Bolivia y Perú. ¿Tenías en mente estas ideas sobre las sensibilidades precolombinas cuando hiciste The Hidden Order?
No, en absoluto. Nada más lejos de mi mente en aquel momento que el arte precolombino. Sin duda fue la respuesta, o la consecuencia, del clima de alto voltaje que rodeaba las prácticas artísticas experimentales en el Nueva York de finales de los sesenta y setenta. Lo que volvió a activar mi interés por las antiguas artes americanas fue, como bien decís, mi viaje a la región andina en 1977. Al final ese viaje se convirtió en una verdadera epifanía: me llevó incluso a escribir sobre una refundación de la abstracción, que ahora entiendo que se gestó por primera vez hace siglos en las manos y mentes de las tejedoras. En otras palabras, la arcaica retícula textil es el grado cero de un arte geométrico abstracto o tectónico que precedió por mucho a la versión moderna occidental.
Vista de la exposición individual de César Paternosto en Galerie Denise René. New York, enero 1973. Esta es la primera vez que se exhibe The Hidden Order.
En un vídeo que se realizó hace poco para la Galería Cecilia de Torres afirmas que en este conjunto de obras pintaste únicamente los laterales de la tela para crear un silencio que “se opusiera al ruido visual de la sociedad de consumo”. ¿Podrías desarrollar esta idea? ¿Hay algún tipo de crítica política al consumismo en The Hidden Order?
El consumismo es la última etapa de la sociedad industrial (capitalista). Sus principales medios—para convencer a la gente de que consuma cosas que en realidad no necesita (el libro El hombre unidimensional de Marcuse me abrió los ojos durante mis primeros años en Nueva York)—son las archisofisticadas formas de la publicidad visual. Su apogeo es el intrusivo y omnipresente anuncio de televisión—que probablemente sea la forma artística actual; olvídate del videoarte, ni en la más alocada fantasía va a tener el alcance global de un anuncio. Es más, creo que el arte actual apenas se diferencia del consumismo. Es lo que llamo la supermercadización del arte: hay ofertas para casi cualquier gusto burgués imaginable.
Por eso, en mi opinión, un cuadro que se reduce a una superficie frontal blanca y a un mínimo de notas pictóricas supone una crítica mordaz al ensordecedor ruido visual que crea esta sociedad industrial tardía. O, como escribí entonces: “... la pintura se presenta como un silencioso y acotado territorio en el que se puede realizar una cualitativa negación del discurso dominante”. De hecho, es silencioso pero no mudo, como diría [Maurice] Merleau-Ponty.
César Paternosto. Duino. 1966
Has mencionado una amplia gama de influencias artísticas en tu obra, entre las que se encuentran Max Bill, el Arte Madí, el Arte Neoconcreto, Frank Stella y Richard Smith. ¿Habías visto también los Active Objects (Objetos activos) de Willys de Castro?
Probablemente una de las influencias más constantes en mi trabajo, desde mis comienzos a principios de los años sesenta, ha sido mi estudio de las bandas de gradación del color de Paul Klee durante sus años en la Bauhaus. Hasta el día de hoy suelo organizar el color en forma de bandas. De los nombres que mencionás, tomar conciencia del “marco irregular” del movimiento Madí y de las obras de Stella y Richard Smith que vi en Buenos Aires en las exposiciones del Premio Di Tella en los años sesenta, me llevó a trabajar en las telas con formas que desarrollé en Argentina y que más tarde, en 1968, expuse en mi debut en Nueva York en la galería de Abe Sachs (por ejemplo, la pieza Duino de 1966).
Más tarde, la exposición con motivo del centenario de Mondrian en el Guggenheim también fue reveladora: me enteré de que a veces él prolongaba las barras negras o las zonas de color alrededor de los bastidores. Es más, me di cuenta de que, a través de la disposición centrífuga de los acentos de color, Mondrian había llevado al límite lo que yo había planteado: empujar el color hacia los bordes de la tela y dejar el frente en blanco. Hasta ese momento me había sentido una especie de pionero, pero entonces descubrí que existía un prestigioso antecedente.
De Castro, cuya obra admiro profundamente, fue un desconocido fuera de Brasil hasta la década de 1990, cuando participó en exposiciones como Geometry of Hope: Latin American Abstract Art from the Patricia Phelps de Cisneros Collection (Geometría de la esperanza: el arte abstracto latinoamericano en la colección de Patricia Phelps de Cisneros), entre otras. De hecho, el artista argentino Nicolás Guagnini tenía la idea de hacer una muestra comparando la obra de De Castro y la mía: Literally Lateral (Literalmente lateral) iba a ser su pegadizo título, pero por desgracia jamás se llegó a concretar.
Además de dedicarte a las artes visuales, también te interesan mucho la Historia del arte y la crítica, lo que resulta evidente en tus comentarios sobre tu propia obra visual. Te has definido como un artista neoyorquino y me gustaría saber de qué manera crees que tu obra cuestiona la narrativa canónica del arte neoyorquino de finales de los sesenta y principios de los setenta.
Creo que alcancé la plena madurez gracias a un intercambio activo con todas las propuestas desafiantes que circulaban durante los seminales, e irrepetibles, años sesenta y setenta en Nueva York.
Pero obras como The Hidden Order no cuestionaban la narrativa canónica del arte neoyorquino; muy a pesar de mis fervientes intenciones. Quizá haya tenido cierta repercusión entre colegas y amigos, y me haya convertido en una especie de “pintor para pintores”. Nunca voy a olvidar lo que me dijo [la crítica] Lucy Lippard en cierta ocasión: “pero tu obra es invisiblemente exitosa”.
Tu acercamiento a la abstracción también incorpora algunos procedimientos o estrategias que suelen estar más vinculados al arte conceptual. En tu opinión, ¿qué relaciones y vínculos existen entre la tradición del arte abstracto y las prácticas conceptuales?
En Nueva York fui testigo del nacimiento del arte conceptual en su cruda versión fundacional, cuando el lenguaje sustituía al objeto (artístico), por ejemplo, en las exposiciones Language en la Galería Dwan allá por 1968. Aunque la idea me resultaba imposible de digerir, me la tomé como un desafío teórico muy serio. En pocas palabras, Joseph Kosuth escribió—siguiendo al pie de la letra al filósofo británico A. J. Ayer, promotor del positivismo lógico—que las obras de arte son proposiciones analíticas, y que no son fácticas sino lingüísticas. Esta postura también lo llevó a rechazar lo que los británicos llamaban “filosofía continental” (término de la insularidad anglosajona en su máxima expresión). Esta postura evidentemente era lo opuesto a mi formación intelectual: a mis lecturas de la fenomenología de Merleau-Ponty, de Walter Benjamin o de la Teoría estética de Theodor Adorno, y en el mismo nivel, también a la resonancia semántica o simbólica del antiguo objeto artístico andino, que no sólo era un sustituto de la escritura, sino que además era muy rico a nivel visual. Puedo convivir con la obra de arte conceptual en la que, si bien el lenguaje sigue siendo el principal significante, también está presente algún tipo de información visual (fotografía, vídeo) y/o algún objeto (encontrado o fabricado). Sin embargo, a mi entender, no deja de ser otra forma de arte imaginista o figurativo—la forma más sofisticada, debo reconocer, de un arte que ha regresado con furia después de los años ochenta.
César Paternosto trabajando en su estudio en 248 Lafayette Street, New York, c. 1971
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